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Renzo Gómez Vega
[renzo.gomez@corazonparaganar.com]
El destino los vuelve a juntar, ojalá que con los mismos resultados. Alianza Lima y Bolívar se enfrentarán nuevamente en un partido clave, decisivo. De un lado, la confianza de sentirse favoritos; del otro, la tranquilidad de jugar sin presiones y pelear por lo más valioso que hay en el fútbol y la vida: el honor. Sin embargo, no siempre fue así. Hace 15 años, un Bolívar clasificado visitaba a un Alianza, que luchaba palmo a palmo con el Wilstermann, la tercera casilla del grupo. Los íntimos tenían cuatro unidades y solo les bastaba un punto para liquidar a los altiplánicos, quienes contaban con cinco puntos, pero una diferencia de trece goles en contra.

El marco del estadio Nacional no podía ser más impresionante. Lleno total y graderías teñidas de azul y blanco. No era para menos, después de muchos años, el sueño de la segunda fase era posible, palpable. Si bien es cierto, las circunstancias no eran las más decorosas (pasaban tres de cuatro), lo que importaba era quitarse el karma del fracaso de una buena vez. Aunque, claro, los aficionados no iban a contentarse con un deslucido empate, aguardaban una goleada. Nada de eso ocurriría.

Los paceños, tratando de ayudar a sus paisanos, fueron en búsqueda del triunfo. No obstante, el primer tiempo se reduciría a tibios intentos y balones divididos. Los íntimos, traicionados por el pánico escénico, eran incapaces de hilvanar jugadas y atacar con claridad. Hasta que a poco del final un rayo de esperanza haría vibrar a la hinchada. El argentino Kopriva lanza un centro defectuoso, que para su buena suerte, encuentra mal parado Miguel Rimba, cuyo rechazo fue a parar a los privilegiados botines de Marquinho. Furibundo derechazo y explosión en el coloso del José Díaz. Uno a cero para gozar y comenzar a creer.

Los visitantes no se darían por vencidos y seguirían intentando. A los 77’ el lateral Castillo se descuelga y al ver el espacio no vacila: remate desde casi 25 metros. Pizarro, falla y se la deja en bandeja a Mercado para que ponga la paridad. La inseguridad hacía su ingreso sin previo aviso. Los minutos pasaban y las silbatinas no se hacían esperar. “¡Que termine ya!”, exclamaban nerviosos los espectadores. Instantes después, el árbitro Joao Paulo de Araujo acabaría con su martirio y la mala racha: luego de 17 años conocíamos los octavos de final. Hoy, 12 años después (la última fue en 1998) queremos conocerlos una vez más. Que así sea.
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